martes, 15 de noviembre de 2016

"EL CIUDADANO ILUSTRE": Ser profeta en tu pueblo

Probablemente cualquier tiempo pasado fue peor. Y, la nostalgia, una patraña jodidamente tramposa. Y si no que se lo cuenten al personaje que encarna, en particular estado de gracia, Oscar Martínez en “El ciudadano ilustre”. Ese premio Nobel, de vuelta de todo, saturado de la fama y agotado en su rebeldía, que decide buscar las tablas, taurinamente, en el pueblo que le vio nacer (y largarse) hace cuarenta años. Un villorrio que no ha merecido otra cosa que fagocitar de él sus miserias para reciclarlas en los relatos que le han dado la fama mundial.
Un lugar por el que no han pasado las décadas, ni el progreso, ni la sublimación falsaria, hipócrita que mantiene las apariencias en el mundo socialmente desarrollado, culturalmente rico, en el que vive exiliado nuestro hombre. Y que, por eso, mantiene su esencia, es atávico, egoísta y cainita, y no se corta un pelo en demostrarlo. 
Allí se zambullirá sin manguitos nuestro protagonista. Que comprobará que la vida sigue igual. Y que hizo bien en poner pies en polvorosa y no volver ni para enterrar a sus muertos. Y que hacerlo ahora es un craso error, o no. Porque, al final, el asunto (o su fabulación, jamás lo sabremos) será rentable y devolverá al héroe homérico recauchutado a la pomada, a la cresta de la fama.


Y todo esto lo cuentan Cohn y los hermanos Duprat (uno director y otro guionista) con la misma técnica sin filtros con la que nos expidieron “El hombre de al lado”. Con ese lenguaje de hostia sana. De cachiporrazo envuelto en humor negro, sardónico. Con risa sarcástica, amarga. Con genial bisturí que más que diseccionar, descuartiza las diferencias sociales, culturales, la fama, las imposturas, las convenciones y la propia esencia última, terminal, del ser humano.


NOTA: 9/10

TÍTULO ORIGINAL: El ciudadano ilustre

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